Hace ya cinco semanas que el volcán Cumbre Vieja empezó su erupción en la isla bonita de La Palma. Todos fuimos sorprendidos al ver la lava y el fuego. Desde entonces, los habitantes de La Palma han perdido la paz y la tranquilidad con las que vivían y ahora sufren el desastre que no para. A la destrucción de viviendas, cultivos y otras propiedades, se han ido añadiendo los gases tóxicos, los terremotos y un largo etcétera de calamidades para los isleños y para el resto de españoles que lo contemplamos a diario con estupor.
Todos sabíamos que los mares braman, que se pueden levantar grandes oleajes arrasando todo lo que encuentren en su camino y hasta tsunamis; pero parece que la tierra suele estar más calmada… hasta que se manifiesta en toda su braveza.
Hay una verdad inmutable que el ser humano tiende a olvidar; el apóstol Pablo lo expresó así: “del Señor es la tierra y su plenitud” (1ª Corintios 10:26). El rey David añadía “el mundo y los que en él habitan” (Salmo 24:1). Las personas tienden a olvidarse de esta gran verdad y hacen planes a largo plazo con su vida sobre esta tierra.
El volcán Cumbre Vieja nos está recordando que la tierra no es nuestra, ni tampoco lo es la vida que en ella disfrutamos. Todo es un préstamo que el Creador nos ha hecho. Sólo podemos disfrutar de ellas y debemos hacerlo con respeto a Aquel que lo gobierna todo. No pensemos que podemos vivir de espaldas a Dios.
Los palmeros, en su deseo de mantener el ánimo, han llegado a proclamar. “Nosotros somos más fuertes que el volcán”. Personalmente, considero que éste no es el camino para superar las consecuencias de esta terrible catástrofe natural.
Sólo Dios es el más grande. La tierra está hablando y recordándonos que sin Él no somos nada y que necesitamos Su gracia y Su misericordia para vivir cada día de nuestra vida.
Carmen Aparicio
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