Cada cierto tiempo aparecen en los medios de comunicación historias desgarradoras de niños desaparecidos al nacer. Niños que son separados de sus padres con engaños, por motivos fraudulentos, utilizados por organizaciones diversas pero siempre de carácter mafioso, para satisfacer fines también diversos pero siempre maquiavélicos y siniestros.
A veces los padres consiguen dar con una pista que los lleva a recuperar a sus hijos, normalmente tras un duro y largo camino de luchas y sufrimientos. Pero otras veces la familia se rompe para siempre, quizás los padres no tienen la certeza de que su hijo sigue vivo, o quizás nunca consiguen dar con su paradero.
Pensemos por un momento en el dolor que sienten esos padres, sospechando o sabiendo que su hijo les fue arrebatado, que está en manos de alguien que no se preocupa por su bienestar. El vacío que deja ese hijo ausente nunca se llenará, muchos seguirán luchando e insistiendo durante décadas, o quizás durante toda su vida, con la esperanza de que en algún momento conseguirán reunirse de nuevo con su hijo, al que aman con todas sus fuerzas, a pesar de no haberlo conocido nunca.
Si podemos imaginarnos el dolor de esos padres, pensemos ahora en lo que nuestro Padre Celestial siente, cuando sus hijos le son arrebatados. Dios planea cada vida humana con amor infinito, ya antes de nacer nos conoce y está deseando que nosotros lo conozcamos también. Pero nacemos invariablemente a un mundo corrompido y bajo la influencia del enemigo, que desde que tenemos uso de razón, intentará cualquier artimaña y estrategia para alejarnos del amor de nuestro Padre, e incluso para convencernos de que ese Padre no existe.
Igual que los padres carnales que buscan a un hijo perdido, son capaces de ir a extremos insospechados con tal de recuperar a ese hijo, también Dios fue hasta el extremo inimaginable de sacrificar a su propio Hijo, con tal de recuperar a sus hijos perdidos. Durante toda nuestra vida El nos busca y nos llama, nos sigue la pista con amor y paciencia infinitos, nos va mandando señales para que podamos encontrarlo, y siempre está deseando que por fin nos demos cuenta de dónde está nuestra verdadera familia.
Si sentimos ese dolor divino por aquellos hijos perdidos, ¿no sería natural sentir también el deseo de hacer todo lo que esté en nuestra mano para reunir al Padre con esos hijos? Deberíamos llevar este mensaje a cada alma perdida: «Escucha, debes saber que tienes un Padre al que no conoces, pero que te ama incondicionalmente y te está buscando desde que existes, para que puedas conocerlo y formar parte de su familia. Si quieres, yo te puedo ayudar a encontrarlo.» Imagínate que te enteras de que tu vecino fue separado de sus padres al nacer, y que éstos lo están buscando desesperadamente desde hace mucho tiempo. ¿No sentirías el impulso de ir corriendo a casa de tu vecino para decírselo?
Si somos capaces de ver en cada alma perdida a un ser humano por el que Dios fue hasta las últimas consecuencias con tal de encontrarlo, ¿no sentiremos también el deseo de ayudarlo a volver a su hogar espiritual? Pidamos a nuestro Señor que nos cambie la perspectiva desde la cual vemos a nuestros prójimos. Seamos agentes de «reunificación familiar», para que el cuerpo de Cristo se vaya completando y podamos compartir el gozo de nuestro Padre Celestial por cada nuevo miembro de la gran familia espiritual de la que formamos parte.
